viernes, 13 de septiembre de 2013

COMIENZOS...


Este viernes cayó en nuestras manos el libro LAS TUMBAS de Enrique Medina. Publicado en el año 1972 obtuvo un extraordinario éxito. Nos narra la vida en los internados para menores. Y así comienza...

CAPÍTULO I

Había hecho el segundo de la primaria cuando me internaron. Me puse a llorar como un desesperado al darme cuenta de que me iban a separar durante mucho tiempo de mi vieja. Ella también lloraba, pero se iba.
Un celador me llevó a la enfermería. Todos los recién ingresados tenían que pasar una semana en la enfermería antes de juntarse con el resto de los internados. La enfermería estaba compuesta por dos salas: una grande y otra chica. Fui a parar a la chica.
Me dieron un camisón blanco tan largo que para caminar tenía que levantármelo. Me hicieron meter en la cama. La enfermera se fue y yo me quedé quieto, tapado hasta el cuello, sin decir nada.
Había dos chicos más que estaban leyendo revistas en la cama. Me puse a llorar de nuevo pero en silencio.
-¿Cómo te llamás?
No contesté.
Hablaron entre ellos. Volvió la enfermera y dejó al lado de mi cama unos zuecos de madera; me dijo que me dejara de llorar. La puteé en silencio.
Al rato trajeron el almuerzo. Nos ponían una bandeja de madera y platos de aluminio. Primero la sopa, luego un guiso y al final queso y dulce. También un jarro de agua. El guiso no me gustó y lo quise dejar. La enfermera me lo hizo comer a la fuerza. 
-Aquí vas a comer lo que te den, ¿sabés?
Luego, uno de mis compañeros me dijo que cuando no quisiera la comida se la pasara a él, así la Gaita no me retaba. Durante toda la siesta seguí llorando ante la cargada de ellos.
A la tarde trajeron la merienda, mate cocido con leche y pan. Mi cena se la comieron los otros dos. El postre me lo reservé, era compota, unas ciruelas negras con agua también negra. Antes de apagar las luces me hicieron ir al baño. Había que pasar por la sala grande. Miré a los demás. Casi todos eran grandes. A ninguno le vi cara de enfermo.
Al apagarse la luz blanca se prendía una azul-azul que quedaba encendida toda la noche. Tardé mucho en dormirme. Escuchaba a los de la sala grande conversando y riendo. Yo no podía entender qué carajo estaba haciendo ahí y porqué no estaba con mi vieja. Lo peor era que no podía dejar de llorar.
Una sombra blanca entró en nuestra salita, era uno de los enfermos de la sala grande. Estaba fumando.
-¿Y todavía seguís llorando? Vamos, pibe, que no es para tanto. Escuchá, mañana tenés que pedirle a la Gaita, la Gaita es la enfermera sabés, tenés que llamarla Gaita para que no se enchinche, porque sino ella se enoja, tenés que pedirle el martillito de goma y la regla, no te olvidés, ¿eh?, el martillito de goma y la regla, ¿me oíste?... Le pregunté para qué.
-Vos pedíselo.  A los nuevos, los que recién ingresan, se lo tienen que dar.


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