viernes, 5 de febrero de 2010

Reinicio de actividades con muchas ganas


Regresamos de nuestras merecidas vacaciones. Y como amantes de los libros y de todo aquello que sea impreso los invitamos para arrancar bien el año con un pedacito del libro Fantasmas en el parque de María Elena Walsh.
Elegimos este texto porque nos plantea dos cuestiones fundamentales. En primer término, el lugar que ocupa la lectura y la escritura, como caras de una misma moneda, en la vida de los sujetos. Algunos leen para divertirse, para reír, para pensar, para escapar de situaciones cotidianas terribles… se lee también para imaginar un mundo más justo, más hermoso, menos cruento. Para hacer la vida más llevadera, para aprender a amar lo bello, para entender lo que nos rodea. Y quizá por razones no muy diferentes hay gente que escribe y no necesariamente para ser leído.
Y por otro lado, nos remite a una incisiva pregunta que nos venimos haciendo: ¿qué pasa con aquellas personas cuya habitación interior es oscura y austera? ¿qué pequeño mundo, pobre de experiencias y saberes les espera? La literatura nos enriquece, leer nos hace más ágiles mentalmente, nos regala preguntas cuando buscamos respuestas y nos obliga a seguir leyendo y preguntando. Nos ejercita la mente.
¿Aquellas personas que no leen? ¿Qué no han sido encontrados por un buen libro que los atrape y los interpele?


Se contemplaban claramente las estrellas desde una tierra más limpia, se veían y cazaban luciérnagas entre plantas silvestres o se encendían diminutas bengalas navideñas, pero la vida urbana borroneó esos esplendores.
Después y durante mucho tiempo una habitaba un salón interior con todas las luces encendidas: era la mente, huésped del don de la memoria.
Avanzada la edad estas luces se van apagando para dar lugar a la olvidanza. ¿Cómo era, Dios mío, cómo era?, se preguntaba Juan Ramón en un soneto. ¿Cómo se llamaba? ¿Quién fue el que dijo? ¿Cómo era el título de aquella película?
Ya sé, todas las respuestas están en internet o en la Biblioteca de Babel virtual que la reemplace, pero yo prefiero luchar con mis propias penumbras y no con las que vienen alistadas y predigeridas. Sigo remando con mis vestigios y mis papeles, tal como sigo habitando mi propio cuerpo con todos sus desfallecimientos.

Se escriben líneas como éstas, no destinadas fatalmente a lectores ni ansiosas de una posteridad que ni siquiera es segura para el planeta todo. Se anotan para mantener encendidas algunas candelas, para luchar con las penúltimas fuerzas contra la oscuridad absoluta.”

María Elena Walsh, Fantasmas en el parque

lunes, 1 de febrero de 2010

DE REGRESO


Algunos ya estamos volviendo lentamente de nuestras vacaciones. En nuestro caso hoy regresamos a nuestras tareas habituales en nuestro horario de siempre:

Lunes a viernes de 8 a 12hs. y de 16 a 20:30hs.

Y para aprovechar los últimos días de descanso les queremos recomendar un libro. Se trata de “Los Pichiciegos” Fogwill.
Rodolfo Enrique Fogwill es un escritor argentino, autor de varias novelas (Urbana, En otro orden de cosas, La experiencia sensible, Vivir afuera, Runa y Paradiso) y de poemas (Lo dado, Canción de paz y Último movimiento).
En relación a esta novela, Los Pichiciegos, fue escrita antes de la rendición en junio de 1982 y fue publicada después de la asunción del gobierno democrático con la advertencia de que se trataba de un experimento de ficción. El autor decía que “estaba escribiendo sólo acerca de mí, de la revolución, la contrarrevolución, el amor, el comercio, la democracia que sobrevendría”.
Los invitamos a leerlo no sólo porque es una suerte de bitácora de las miserias de la guerra, de cualquier guerra, sino sobre todo porque nos ayuda a pensar nuestros modos de sobrevida en este presente que nos toca vivir. Que les aproveche…

“El sabía mejor que nadie que era el final pero, como todos los Magos y los pichis que se movían cerca de los Magos, desconocía cómo y cuándo sería el final. Si alguien se hubiese preocupado y se hubiera acercado a preguntarle “¿Che… Quiquito, cuándo será el final…?”, él le habría dicho “¡Ya, ahora!”. Y al rato habría agregado: “Supongo” o “creo”.
Los dormidos seguían dormidos o despiertos en el suelo, con sueño, cocinándose al calor. No sabían cuándo iba a ser el fin ni cómo iba a ser el fin y tampoco sabían que en esos días estaban asistiendo al final. El último día, alrededor de la Pichicera, pasaban más procesiones de muchachos y oficiales disfrazados de muchachos yendo a entregarse. Algunos se apartaban de la fila para mear, otros se apartaban de la fila para hurgar entre los restos de alguna batalla o de un bombardeo, buscando un muerto para quitarle la pistola, la Uzi, o el fusil ya oxidado. Siempre con miedo, recelando con miedo hasta de los cadáveres y de los perros mansos que habían vuelto a acercarse a la zona. A veces pasaba un Harrier y les soltaba una bomba experimental. Las estarían probando para otras guerras, porque ésa, según cualquiera de las radios, estaba terminada. Venía la bomba sin silbar y cincuenta metros antes de tocar el suelo explotaba y soltaba miles de cablecitos de acero trenzado. Los cables tenían tres puntas. Habría que haber traído uno aquí. En cada punta, de unos sesenta centímetros, tenían soldada una bola de metal del tamaño del huevo de gallina. Los cables, por la explosión, salían girando locos con las bolas dando miles de vueltas en el aire, y así bajaban despacio -caían despacio-, pero eso era para confundir, porque así como eran de lentos para caer los cables, eran de rápidos en el girar y por ese girar mismo era que iban bajando lentos.
A algunos les pegaban en la nuca y morían secos del golpe. A otros les estrangulaban las piernas y se caían, para recibir después, boca arriba, la nube de gelatina quemante que también se había soltado de la bomba. A otros les agarraba el cuello, les enredaba los cables en el cuello con casco, bayoneta y todo, y en ese lugar quedaban con los ojos saltados y la cara violeta pegada contra el fusil. Al rato de caer la bomba, la cola de rendidos se volvía a formar con la mitad de los hombres y oficiales que antes. Quedaban en el suelo los cuerpos, las ropas deshechas, algunos quemados y todos con el guante derecho crispado alrededor del papelito con el contrato de rendición, como si fuera la entrada intransferible para el gran teatro de los muertos.”