viernes, 25 de octubre de 2013

COMIENZOS...




Cada viernes un libro distinto, un comienzo diferente para tentarlos, para engancharlos con la trama…
Esta vuelta le tocó a “La ternura de los lobos” de Stef Penney:


 La última vez que vi a Laurent Jammet él estaba en la tienda de Scott, con un lobo muerto colgado del hombro. Yo iba por agujas y él por la recompensa. Scott quería ver el animal entero desde que un yanqui, a cambio de la recompensa, un dólar, un día le entregó un par de orejas, otro día las patas por otro dólar, y después la cola. Como era invierno, las partes del animal parecían bastante frescas. Así pues, lo primero que vi al entrar en la tienda fue la cara del lobo. Tenía la lengua colgando y enseñaba los dientes. Me estremecí. Scott hablaba a los gritos y Jammet contestaba en tono de disculpa; pero no podías enfadarte con él, porque era simpático y, además, cojo. Los dos hombres se llevaron al lobo al fondo de la tienda y, mientras yo miraba las mercancías, se pusieron a discutir acerca de la piel apolillada que cuelga en el dintel de la puerta. Jammet, bromeando, dijo a Scott que ya era hora de que la cambiara. Debajo de la piel hay un letrero que reza: ‘canis lupus (macho), primer lobo cazado en la ciudad de Caulfield. 11 de febrero de 1860’. El letrero también dice mucho de Scott, que tiene pretensiones de hombre culto, le gusta darse importancia y prefiere la notoriedad a la verdad. Porque ni es el primer lobo que se cazó por estos parajes ni existe en realidad la ciudad de Caulfield, aunque ya le gustaría a él, porque entonces habría consejo municipal y él sería el alcalde.
-Además, era loba. Los machos tienen el cuello más oscuro y son más grandes.
Jammet sabía lo que decía, porque había cazado más lobos que nadie que yo conozca. Sonreía para dar a entender que no tenía intención de ofender, pero Scott es muy quisquilloso y se mosqueó.
-¿Se acordará usted mejor que yo, señor Jammet?
Jammet se encogió de hombros. Como en 1860 él no estaba aquí y, a diferencia de todos nosotros, es francés, tiene que medir sus palabras.
Entonces me acerqué al mostrador.
-Yo también creo que era hembra, señor Scott. El que la trajo dijo que los cachorros estuvieron aullando toda la noche. Lo recuerdo perfectamente.
Y también recuerdo que Scott colgó la loba muerta en la puerta de la tienda, para enseñarla a la gente. Yo nunca había visto un lobo, y me sorprendió que fuera tan pequeño. El animal estaba colgado de las patas traseras, con el hocico apuntando al suelo y los ojos cerrados, com si le diera vergüenza. Los hombres bromeaban y los chiquillos reían, se desafiaban a meterle la mano en la boca y se ponían a su lado, haciendo posturas de cazador.
Scott me miró entornando sus ojillos azules, no sé si molesto porque diera la razón a un extranjero o sólo molesto.
-Y ya sabe lo que le pasó al que la trajo- Doc Wade, el que cobró la recompensa, se ahogó a la primavera siguiente. Como si esto pudiera pone en tela de juicio su opinión.
-En fin…- Jammet se encogió de hombros y me guiñó un ojo con todo su descaro.
No sé cómo- creo que Scott sacó el tema-, nos pusimos a hablar de aquellas pobres chicas, como ocurre siempre que se habla de lobos. Aunque en el mundo hay infinidad de pobres chicas (yo misma, sin ir más lejos, conozco bastantes), siempre que aquí se menciona a las ‘pobres chicas’, las aludidas son sólo dos, las hermanas Seton, que desaparecieron hace años. Estuvimos unos minutos haciendo conjeturas, tan morbosas como gratuitas, que cortamos en seco cuando sonó la campanilla y entró la señora Knox, y nos pusimos a mirar con falso interés los botones expuestos en el mostrador. Laurent Jammet cogió su dólar, nos saludó a la señora Knox y a mí con una inclinación de la cabeza y se fue. La campanilla estuvo repicando un buen rato después de que saliera.
Eso fue todo, no pasó nada de particular. Fue la última vez que lo vi.

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