Nuevamente les regalamos el fragmento inicial de un libro, el turno de hoy es la novela “Astrid y Veronika” de Linda Olsson. Esperamos que quieran más...
PRÓLOGO
Astrid
Julio de 1942, Västra
Sängeby, Dalarna, Suecia
Cuando el sol se ocultó
tras el cerco de árboles, nos tumbamos y la blanca noche nos engulló. Luego se
hizo el silencio.
Veronika
Noviembre de 2002,
Karekare, Nueva Zelanda
Sobre nosotros el sol
implacable, mientras el mundo giraba incomprensiblemente en torno a la quietud
que éramos los dos. Y luego estaba el violento estrépito del mar victorioso.
1.
…cuando despunta el
día.
Durante el viaje había
soplado el viento y se habían formado remolinos de nieve, pero al caer la noche
el viento amainó y se posó la nieve.
Era el primer día de
marzo. Conducía desde Estocolmo en medio de una oscuridad creciente que se
había convertido en noche casi inadvertidamente. Había sido un viaje lento,
pero le había dado tiempo para pensar. O para borrar ciertos pensamientos.
Al llegar a la iglesia
salió de la carretera principal y enfiló una angosta y empinada que ascendía
por la colina, hasta girar una última vez para tomar una pista de tierra. No
habían pasado coches desde que había caído la última nevada y el firme exhibía
una suave y prístina blancura, flanqueado por bancos redondeados de nieve
compacta. Condujo lentamente mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Le
habían dicho que allí arriba sólo había dos casas. Cuando las vio recortadas
contra el cielo, ambas estaban a oscuras; no brillaba luz alguna.
Dejó atrás la más
grande y abandonó la pista para conducir por la nieve hasta la segunda casa.
Habían abierto un camino en previsión de su llegada, pero había nevado desde
entonces, convirtiéndolo en una leve hendidura seca entre la nieve, y por
debajo placas de hielo. Poniendo cuidado en no resbalar, fue descargando el
maletero y el asiento de atrás, recorriendo con cautela la distancia entre el
coche y la casa. Mientras trasladaba las bolsas y cajas hasta la entrada sólo
oía el crujido de la nieve bajo los pies. Había dejado los faros del coche
encendidos y su haz iluminaba las huellas.
La casa vecina era una
sombra silenciosa que se alzaba en la oscuridad más allá del túnel de luz por
el que caminaba. En el aire, seco y frío, su aliento formaba nubes de vaho que
se disolvían en la noche al separarse de sus labios. El cielo era una
inmensidad negra sin luna ni estrellas. Se sentía como si hubiera caído por una
galería en un mundo de silencio absoluto.
Esa noche se acostó en
una cama donde su cuerpo era una forma extraña, en una casa que aún no la
conocía. En al silenciosa oscuridad, parecía que no estuviera en ninguna parte.
Se sentía etérea como el aire.
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