viernes, 11 de octubre de 2013

COMIENZOS...

Nuevamente les regalamos el fragmento inicial de un libro, el turno de hoy es la novela “Astrid y Veronika” de Linda Olsson. Esperamos que quieran más...




PRÓLOGO

Astrid
Julio de 1942, Västra Sängeby, Dalarna, Suecia
Cuando el sol se ocultó tras el cerco de árboles, nos tumbamos y la blanca noche nos engulló. Luego se hizo el silencio.

Veronika
Noviembre de 2002, Karekare, Nueva Zelanda
Sobre nosotros el sol implacable, mientras el mundo giraba incomprensiblemente en torno a la quietud que éramos los dos. Y luego estaba el violento estrépito del mar victorioso.

1.
…cuando despunta el día.

Durante el viaje había soplado el viento y se habían formado remolinos de nieve, pero al caer la noche el viento amainó y se posó la nieve.
Era el primer día de marzo. Conducía desde Estocolmo en medio de una oscuridad creciente que se había convertido en noche casi inadvertidamente. Había sido un viaje lento, pero le había dado tiempo para pensar. O para borrar ciertos pensamientos.
Al llegar a la iglesia salió de la carretera principal y enfiló una angosta y empinada que ascendía por la colina, hasta girar una última vez para tomar una pista de tierra. No habían pasado coches desde que había caído la última nevada y el firme exhibía una suave y prístina blancura, flanqueado por bancos redondeados de nieve compacta. Condujo lentamente mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Le habían dicho que allí arriba sólo había dos casas. Cuando las vio recortadas contra el cielo, ambas estaban a oscuras; no brillaba luz alguna.
Dejó atrás la más grande y abandonó la pista para conducir por la nieve hasta la segunda casa. Habían abierto un camino en previsión de su llegada, pero había nevado desde entonces, convirtiéndolo en una leve hendidura seca entre la nieve, y por debajo placas de hielo. Poniendo cuidado en no resbalar, fue descargando el maletero y el asiento de atrás, recorriendo con cautela la distancia entre el coche y la casa. Mientras trasladaba las bolsas y cajas hasta la entrada sólo oía el crujido de la nieve bajo los pies. Había dejado los faros del coche encendidos y su haz iluminaba las huellas.
La casa vecina era una sombra silenciosa que se alzaba en la oscuridad más allá del túnel de luz por el que caminaba. En el aire, seco y frío, su aliento formaba nubes de vaho que se disolvían en la noche al separarse de sus labios. El cielo era una inmensidad negra sin luna ni estrellas. Se sentía como si hubiera caído por una galería en un mundo de silencio absoluto.
Esa noche se acostó en una cama donde su cuerpo era una forma extraña, en una casa que aún no la conocía. En al silenciosa oscuridad, parecía que no estuviera en ninguna parte. Se sentía etérea como el aire.

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