viernes, 9 de agosto de 2013

COMIENZOS...

Este viernes el azar hizo que cayera en nuestras manos el libro El secreto de Christine de Benjamin Black; como cada viernes le regalamos el comienzo para que ustedes, si les picó la curiosidad, sigan leyéndolo. Los está esperando en nuestra biblioteca...


Se alegró de tomar el paquebote de la tarde, pues no creía que hubiese podido afrontar una despedida matinal. En la fiesta de la noche anterior, uno de los estudiantes de Medicina había aparecido con una petaca de alcohol etílico, que mezcló con naranjas exprimidas, y ella había tomado dos vasos del brebaje. Aún tenía el interior de la boca irritado, y algo parecido al redoble de un tambor constante detrás de la frente.  Se había quedado toda la mañana en la cama, todavía resacosa, incapaz de dormir, llorando sin descanso casi, oprimiéndose con un pañuelo los labios para acallar los sollozos. Le daba miedo pensar en lo que tenía que hacer a lo largo del día, todo lo que tenía por delante. Sí, estaba asustada.
En Dun Laoghaire estuvo caminando de una punta a otra del espigón, tan agitada que no era capaz de estarse quieta. Colocó el equipaje en el camarote y volvió al muelle a esperar, tal como le indicaron. Ni siquiera sabía por qué accedió a hacer lo que se le había pedido que hiciera. Ya tenía una buena oferta de trabajo en Boston, y ahora surgía en perspectiva un dinero adicional, pero sospechaba que más bien lo hacía por miedo a la Comadrona, que le amedrentó la sola posibilidad de negarse cuando ella le pidió que llevara a la niña consigo. La Comadrona tenía un modo inconfundible de resultar mucho más intimidante cuando hablaba con voz queda. Veamos, Brenda, le había dicho, mirándola con los ojos saltones: Quiero que te lo pienses muy despacio, porque es una enorme responsabilidad. Todo le había resultado extraño, la sensación de náusea en la boca del estómago, la quemazón del alcohol en la boca y el hecho de no ir vestida con su habitual uniforme de enfermera, sino con un dos piezas de lana rosa que había comprado ex profeso para el viaje: un traje pensado especialmente para viajar, como si fuera a casarse, cuando en lugar de una luna de miel iba a tener que ocuparse de la niña, sin que hubiera ni asomo de marido. Eres una buena chica, Brenda, le había dicho la Comadrona con una sonrisilla aún peor que sus miradas. Que Dios te acompañe. E iba a necesitar, y mucho, de Su compañía, pensó melancólicamente: le quedaba la noche en el barco, y al día siguiente el viaje en tren a Southampton, y otros cinco días en alta mar, y ¿después? Nunca había salido del país, salvo una sola vez, cuando era pequeña y su padre se llevó a la familia a pasar el día en la isla de Man.
Un coche negro y elegante avanzaba hacia el barco entre la muchedumbre que formaban los pasajeros. Se detuvo cuando aún  se hallaba a diez metros de ella, y salio una mujer por la portezuela del copiloto con una bolsa de lona en la mano y un bulto envuelto con una manta en el hueco del brazo contrario. No era joven, rondaría tal vez los sesenta, pero iba vestida como si tuviera la mitad, con un traje gris de falda ceñida hasta la pantorrilla, ajustada a la cintura, una cierta barriga por debajo del cinturón y un sombrerito con velo azul que le cubría la nariz. Echó a caminar sobre las losas con pasos desiguales por culpa de los zapatos de tacón, los labios pintados y fruncidos en una sonrisa. Tenía los ojos pequeños, negros, incisivos.
-¿Señorita Ruttledge?- le dijo- Me llamo Moran- su acento impostado era tan falso como todo en ella. Le entregó la bolsa- Ahí están las cosas de la niña, con sus papeles. Entrégueselos al sobrecargo cuando embarque en Southampton, él está al corriente de quién es usted- examinó a Brenda más a fondo, con los ojillos entornado- ¿Se encuentra usted bien? La noto un tanto paliducha.

Si quieren saber qué pasa, si le da a la niña o no, o si le da un paquete... ¡vengan a leer el libro!


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