lunes, 12 de mayo de 2008

Un texto de Graciela Montes para compartir

Me permito una evocación familiar, de la familia de mi madre, mejor dicho, que vivía en Barracas. Pongamos años veinte, treinta. Los padres, hijos de inmigrantes, apenas alfabetizados. Los abuelos, analfabetos. Los hijos, ya bien arraigados en el país, muy ávidos, muy interesados por la cultura. El barrio es un ámbito que los ampara y los mezcla a todos. Está el café, la escuela, la feria, el club, y también la biblioteca.
Casi todas las tardes van a la biblioteca. Buscan libros, a veces conferencias, fiestas, hasta noviazgos. A la mañana una chica se compra unos metro de percal en la feria y se hace de apuro un vestido para lucirlo en la biblioteca. En la biblioteca hay de todo: el Juan Cristóbal de Romain Rolland, pero también Papá Goriot de Balzac, Gorki, Dostoievski y el Martín Fierro... Libros de higiene sexual, sobre enfermedades venéreas, tratados de electricidad casera, pero también Nietzsche, Marx, Schopenhauer... Y los conferencistas que vienen cada tanto hablan de los progresos del cine, de las enfermedades frenopáticas, del cooperativismo o de la teoría de la relatividad.
Los asistentes a esas bibliotecas no se convertían en especialistas ni en personas especialmente cultas, pero eran, sí, “lectores”, paseantes de la cultura. Podían hurgar, buscar, curiosear, asomarse a los ámbitos. Esa sociedad, aunque apenas entreabierta para ese grupo social, lo permitía. Se pasaba con alguna naturalidad de un circuito a otro, al menos como visitante; se podía husmear en la cultura. Y era la fluidez- que no estaba rigurosamente vigilada- la que auspiciaba la formación de lectores. El hecho de que en los anaqueles hubiera de todo, lo que redundaba a su vez en otro beneficio: uno estaba siempre en contacto con otros lectores más avezados que recomendaban lecturas. El hecho de que hubiera siempre “ocasiones”, ámbitos propicios, tiempo vacante... En fin, que la situación era propicia. Leer- que implicaba apropiarse de la cultura y ocupar espacios que los padres no habían ocupado- no era en esos tiempos sino un aspecto más de la transformación vigorosa de las reglas sociales.
Hoy parece privilegiarse la celda, la casilla. La protección vale más que el arrojo, la seguridad es un bien más alto que la aventura. Hurgar se considera peligroso. La información general está depositada en los medios, no se adquiere por hurgueteo. No parece haber sitio para paseantes. La máquina todo lo controla. ¿Habrá sitio para la lectura considerando que los lectores son gente curiosa, molesta, metereta; gente que hurga, abre puertas, cruza umbrales, salta verjas? Poca gente más incómoda, siempre disconforme, inquieta. ¿Habrá sitio para ellos?

Graciela Montes, “La lectura clausurada” (p.114-116) en La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio poético, Colección Espacios para la Lectura, FCE, 1999, México

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