viernes, 7 de febrero de 2014

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Estamos de vuelta, y esta vez para ofrecerles un pedacito del libro El espejo africano de Liliana Bodoc. Esperamos que les guste y les den ganas de saber cómo sigue la historia…



“Tres años y algunas lluvias habían pasado desde la boda de Imaoma y Atima. Para entonces, los tambores repetían un solo mensaje: ‘Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón. Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón’.
Atima se había alejado de la aldea, buscando frutos comestibles. Su pequeña hija estaba junto a ella. La niña iba a cumplir tres años y eso significaba que todavía llevaba el nombre de sus padres. Cuando cumpliera doce años, ella misma elegiría el nombre para el resto de su vida. Mientras tanto, era ‘Atima’ por su madre. Y era ‘Imaoma’, por su padre. Es que la gente de aquellas aldeas les daba a los nombres su justo tiempo y su verdadera importancia.
Atima, la madre, y Atima Imaoma, la niña, juntaban frutos y cantaban. Pero no estaban solas, ni a salvo…
Muy cerca de ellas, unos hombres de piel descolorida las miraban desde la espesura, con ojos brillantes como monedas de plata. Eran cazadores de hombres y preparaban las redes, se humedecían los labios con la lengua, tensaban sus corazones.
Los cazadores comenzaron a avanzar sin hacer ningún ruido.
Atima Imaoma preguntaba cantando. Atima, su madre, respondía del mismo modo.
Los cazadores tenían órdenes precisas: aquella vez debían ser niños. El mercado de esclavos los necesitaba y pagaba por ellos buenas sumas de dinero. Además, cabían mayor cantidad en un barco, requerían menos alimentos y ocasionaban pocos problemas.
Atima le dio a su pequeña hija un pequeño fruto rojo y repleto de jugo. Atima Imaoma lo mordió con gusto. Y el jugo dulce le ensució la boca.
Los hombres de piel descolorida eran, igual que Imaoma, grandes cazadores. Pero Imaoma cazaba con lanzas, y ellos con redes. Imaoma cazaba animales para que la aldea entera tuviera alimento. En cambio, la red de los cazadores cayó sobre Atima Imaoma. Sobre su vida, sobre su boca sucia de jugo rojo.
La pequeña creyó que se trataba de una lluvia distinta a la que conocía. Quiso extender los brazos hacia su madre, pero las sogas la atraparon más todavía. Sus ojos negros cabían perfectos, húmedos, en los agujeros de la red.
Atima, la madre, peleó contra los cazadores tanto como pudo. Y gritó con la fuerza de siete gargantas. Sin embargo, era apenas una delgada mujer que nada podía contra un grupo de hombres. Cuando acabó de comprenderlo, Atima se desprendió de la cintura una bolsita de cuero, y se acercó a uno de los cazadores, suplicando en su lengua.
Las súplicas se comprenden en cualquier idioma. Y en casi todos los corazones pueden quedar ventanas abiertas.
El hombre que estaba al mando entendió lo que Atima deseaba. Tomó la bolsita de cuero y comprobó su contenido: dentro de ella solo había un pequeño espejo.
-¿Quiere dárselo a tu niña?- preguntó.
Atima lo miró esperanzada.
Entonces, el hombre metió sus grandes manos por la red y colgó el amuleto al cuello de Atima Imaoma. Y en ese gesto, agotó su bondad.
Atima Imaoma se iba para siempre.
El barco en el que la llevaron, con otros cientos de esclavos, cruzó el ancho mar hasta llegar a una tierra donde la gente compraba gente.”

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