Este viernes cayó en nuestras manos el libro “La historia del loco” de John Katzenbach... si tienen ganas de seguir leyendo...¡vengan a la biblioteca!
PRIMERA PARTE
EL NARRADOR POCO FIABLE
1.
Ya no oigo mis voces, de
modo que ando un poco perdido. Sospecho que sabrían contar mucho mejor esta
historia. Por lo menos, tendrían opiniones, sugerencias e ideas definidas sobre
lo que debería ir al principio, al final y en medio. Me indicarían cuándo
añadir detalles, cuándo omitir información superflua, qué es importante y qué
es trivial. Después de tanto tiempo, no recuerdo muy bien las cosas y me
resultaría muy útil su ayuda. Pasaron muchas cosas, y me cuesta saber dónde
situar qué. Y a veces no estoy seguro de que algunos incidentes que recuerdo
con claridad ocurrieran de verdad. Un recuerdo que parece sólido como una
piedra, acto seguido me resulta tan vaporoso como una neblina. Ése es uno de
los principales problemas de estar loco: nunca estás seguro de las cosas.
Durante mucho tiempo creí
que todo había empezado con una muerte y terminado con otra, como un buen par
de sujetalibros, pero ahora ya no estoy tan seguro. Quizá lo que realmente puso
todo en movimiento tantos años atrás, cuando yo era joven y estaba loco de
verdad, fue algo más insignificante o más efímero, como unos celos ocultos o
una rabia reprimida, o más universal y permanente, como la posición de las
estrellas en el cosmos, la fuerza de las mareas o el movimiento rotatorio del
planeta. Sé que algunas personas murieron, y yo tuve la suerte de no unirme a
ellas, lo que fue una de las últimas observaciones que hicieron mis voces antes
de abandonarme para siempre.
Ahora, en lugar de su
agotadora cacofonía, tengo medicamentos para prevenir su regreso. Una vez al
día tomo diligentemente un psicotrópico, una pastilla oblonga de color azul que
me deja la boca tan seca que, cuando hablo, sueno como un viejo fumador
empedernido o como un sediento desertor de la Legión Extranjera que ha cruzado
el Sáhara y suplica un sorbo de agua. Le sigue de inmediato un elevador del
ánimo de sabor amargo para combatir la esporádica depresión perversa y suicida
en la que, según dice mi asistente social, es probable que me suma en cualquier
momento con independencia de cómo me sienta. De hecho, creo que podría entrar
en su despacho dando botes de alegría y exaltación por el rumbo positivo de mi
vida, y ella seguiría preguntándome si he tomado la dosis diaria. Esta
pastillita cruel me estriñe y me hincha por retención de líquidos, como si
llevara puesto un manguito de medir la tensión arterial ceñido en la cintura en
lugar del brazo izquierdo. Así que tengo que tomar un diurético y también un laxante
para aliviar esos síntomas. El diurético me provoca migraña terrible, como si
alguien especialmente cruel me golpeara la frente con un martillo; combato ese
efecto secundario con analgésicos con codeína mientras corro hacia el lavabo
para resolver el otro. Y, cada dos semanas, me inyectan un potente agente
antipsicótico en el ambulatorio, donde me bajo los pantalones ante una
enfermera que siempre sonríe de la misma forma y me pregunta en un tono
idéntico cómo estoy, a lo que yo contesto que bien, tanto si lo estoy como si
no, porque tengo bastante claro, incluso a través de las diversas nieblas de la
locura, de cierto cinismo y de los fármacos que le importa un comino pero lo
considera parte de su trabajo. El problema es que el antipsicótico, que me
impide toda clase de conducta maligna o despreciable, o al menos eso me dicen, también
me produce un ligero temblor en las manos, como si fuera un nervioso
defraudador que se enfrenta a un inspector de Hacienda. También me provoca un
ligero rictus en las comisuras de los labios, de modo que tengo que tomar un
relajante muscular para impedir que la cara se me convierta en una máscara que
asuste a los niños del vecindario. Todos estos mejunjes me recorren a su aire
las venas y me atacan varios órganos inocentes, y probablemente embotados,
cuando se dirigen a calmar los irresponsables impulsos eléctricos que se me
disparan en la cabeza como a muchos adolescentes revoltosos. A veces me siento
como si mi imaginación fuera un dominó incontrolable que ha perdido de repente
el equilibrio, se tambalea adelante y atrás y luego se desploma contra las
demás fuerzas de mi cuerpo, lo que desata una potente reacción en cadena, clic,
clic, clic, en mi interior.
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