miércoles, 9 de febrero de 2011

LA VIDA SIGUE...


En estos días pasados hemos tenidos dos pérdidas importantes para nuestra biblioteca. Falleció la madre de una de nuestras bibliotecarias y un miembro activo de nuestra Comisión Directiva. Esto nos ha sacudido, nos ha entristecido, porque la muerte duele, porque duele la ausencia del otro. Y por eso queremos compartir con ustedes un fragmento de un cuento de Sandra Comino, de su libro “Pueblo de mala muerte”, para estar juntos y para seguir adelante.

Una de las costumbres más enraizadas y sistemáticas que mi familia transmite de generación en generación -y que conserva intacta con mucho orgullo- fue, es y será llevar a los niños, desde muy niños, a cuanto velorio haya en el campo: un poco para provocar un acostumbramiento a recibir dolor y otro poco porque allí es el único lugar donde la gente se abraza mucho.
Tanto mamá como papá desearon que mi hermano y yo admitiéramos el padecimiento y al mismo tiempo tuviéramos afecto.
Hombres y mujeres; niños y ancianos; cuñadas y vecinas, se fundían en una causa común, como si el llanto los hermanara y dejaban de lado, aunque más no fuera por un rato, las críticas destructivas.
Así fue que cuando murió el tío Hilario, mamá y papá fueron los primeros en llegar con nosotros al velorio, para que acompañáramos a Martita y a su madre, mi tía Marta, en el transcurso de semejante suplicio.
(...) Tío Hilario había tenido un cariño muy especial por mí porque yo era su ahíjada, por eso tuve que enviar una cruz con flores rojas con una tarjeta con mi nombre solamente. Y qué fuerte impresión que me causaba ver el dibujo de esas letras adentro de un cajón de muerto, desprovisto de toda compañía. Y más terror aún cuando pensaba qeu la cruz pasaría el resto de las noches encajonada en el cementerio.
Me había pasado algo similar cuando murió mi madrina y me hicieron colocarle un corazón de claveles blancos en el pecho. Y bien que tardé meses en olvidarme, porque cada vez que mi mamá apagaba la luz, venía a mi encuentro la imagen de aquel rostro en el cajón y los claveles blancos. Mejor hubiera sido tener una madrina que no se muriera, pensaba yo, pero eso no se podía elegir ni prever porque morirse es imprevisible.
-No somos nada- dijo mamá.
-Cuando te toca te toca- exclamó un vecino.
Y yo tuve miedo de que me tocara.




Esperamos que les guste este pedacito de cuento y que puedan, al igual que nosotros, hacer una pequeña pausa en el trajín cotidiano para pensar qué hacemos cada uno con el tiempo que nos toca, cómo lo usamos, como compartimos la vida con nuestro entorno, amigos y afectos.

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