lunes, 1 de febrero de 2010

DE REGRESO


Algunos ya estamos volviendo lentamente de nuestras vacaciones. En nuestro caso hoy regresamos a nuestras tareas habituales en nuestro horario de siempre:

Lunes a viernes de 8 a 12hs. y de 16 a 20:30hs.

Y para aprovechar los últimos días de descanso les queremos recomendar un libro. Se trata de “Los Pichiciegos” Fogwill.
Rodolfo Enrique Fogwill es un escritor argentino, autor de varias novelas (Urbana, En otro orden de cosas, La experiencia sensible, Vivir afuera, Runa y Paradiso) y de poemas (Lo dado, Canción de paz y Último movimiento).
En relación a esta novela, Los Pichiciegos, fue escrita antes de la rendición en junio de 1982 y fue publicada después de la asunción del gobierno democrático con la advertencia de que se trataba de un experimento de ficción. El autor decía que “estaba escribiendo sólo acerca de mí, de la revolución, la contrarrevolución, el amor, el comercio, la democracia que sobrevendría”.
Los invitamos a leerlo no sólo porque es una suerte de bitácora de las miserias de la guerra, de cualquier guerra, sino sobre todo porque nos ayuda a pensar nuestros modos de sobrevida en este presente que nos toca vivir. Que les aproveche…

“El sabía mejor que nadie que era el final pero, como todos los Magos y los pichis que se movían cerca de los Magos, desconocía cómo y cuándo sería el final. Si alguien se hubiese preocupado y se hubiera acercado a preguntarle “¿Che… Quiquito, cuándo será el final…?”, él le habría dicho “¡Ya, ahora!”. Y al rato habría agregado: “Supongo” o “creo”.
Los dormidos seguían dormidos o despiertos en el suelo, con sueño, cocinándose al calor. No sabían cuándo iba a ser el fin ni cómo iba a ser el fin y tampoco sabían que en esos días estaban asistiendo al final. El último día, alrededor de la Pichicera, pasaban más procesiones de muchachos y oficiales disfrazados de muchachos yendo a entregarse. Algunos se apartaban de la fila para mear, otros se apartaban de la fila para hurgar entre los restos de alguna batalla o de un bombardeo, buscando un muerto para quitarle la pistola, la Uzi, o el fusil ya oxidado. Siempre con miedo, recelando con miedo hasta de los cadáveres y de los perros mansos que habían vuelto a acercarse a la zona. A veces pasaba un Harrier y les soltaba una bomba experimental. Las estarían probando para otras guerras, porque ésa, según cualquiera de las radios, estaba terminada. Venía la bomba sin silbar y cincuenta metros antes de tocar el suelo explotaba y soltaba miles de cablecitos de acero trenzado. Los cables tenían tres puntas. Habría que haber traído uno aquí. En cada punta, de unos sesenta centímetros, tenían soldada una bola de metal del tamaño del huevo de gallina. Los cables, por la explosión, salían girando locos con las bolas dando miles de vueltas en el aire, y así bajaban despacio -caían despacio-, pero eso era para confundir, porque así como eran de lentos para caer los cables, eran de rápidos en el girar y por ese girar mismo era que iban bajando lentos.
A algunos les pegaban en la nuca y morían secos del golpe. A otros les estrangulaban las piernas y se caían, para recibir después, boca arriba, la nube de gelatina quemante que también se había soltado de la bomba. A otros les agarraba el cuello, les enredaba los cables en el cuello con casco, bayoneta y todo, y en ese lugar quedaban con los ojos saltados y la cara violeta pegada contra el fusil. Al rato de caer la bomba, la cola de rendidos se volvía a formar con la mitad de los hombres y oficiales que antes. Quedaban en el suelo los cuerpos, las ropas deshechas, algunos quemados y todos con el guante derecho crispado alrededor del papelito con el contrato de rendición, como si fuera la entrada intransferible para el gran teatro de los muertos.”

No hay comentarios: