
HORACIO QUIROGA
(Salto, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires, 19 de febrero de 1937)
En un aniversario más de su muerte los invitamos a leer un fragmento de su cuento “Anaconda” .
ANACONDA (fragmento)
I
Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado
pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se
entreabría de vez en cuando en sordos relámpagos de un extremo a otro
del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba aún lejos.
Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada,
con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará de
un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados en
sierra, escama por escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno
con la lengua, que en los ofidios reemplaza perfectamente a los dedos.
Iba de caza. Al llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló
prolijamente sobre sí misma removióse aún un momento acomodándose y
después de bajar la cabeza al nivel de sus anillos, asentó la mandíbula
inferior y esperó inmóvil. Minuto tras minuto esperó cinco horas. Al
cabo de este tiempo continuaba en igual inmovilidad. ¡Mala noche!
Comenzaba a romper el día e iba a retirarse, cuando cambió de idea.
Sobre el cielo lívido del este se recortaba una inmensa sombra.
-Quisiera pasar cerca de la Casa -se dijo la yarará-. Hace días que siento ruido, y es menester estar alerta....
Y marchó prudentemente hacia la sombra.
La casa a que hacía referencia Lanceolada era un viejo edificio de
tablas rodeado de corredores y todo blanqueado. En torno se levantaban
dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el edificio había estado
deshabitado. Ahora se sentían ruidos insólitos, golpes de fierros,
relinchos de caballo, conjunto de cosas en que trascendía a la legua la
presencia del Hombre. Mal asunto...
Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho más pronto de lo que hubiera querido.
Un inequívoco ruido de puerta abierta llegó a sus oídos. La víbora
irguió la cabeza, y mientras notaba que una rubia claridad en el
horizonte anunciaba la aurora, vio una angosta sombra, alta y robusta,
que avanzaba hacia ella. Oyó también el ruido de las pisadas -el golpe
seguro, pleno, enormemente distanciado que denunciaba también a la legua
al enemigo.
-¡El Hombre! -murmuró Lanceolada. Y rápida como el rayo se arrolló en guardia.
La sombra estuvo sobre ella. Un enorme pie cayó a su lado, y la yarará,
con toda la violencia de un ataque al que jugaba la vida, lanzó la
cabeza contra aquello y la recogió a la posición anterior.
El Hombre
se detuvo: había creído sentir un golpe en las botas. Miró el yuyo a su
rededor sin mover los pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad
apenas rota por el vago día naciente, y siguió adelante.
Pero
Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y
efectivamente con la vida del Hombre. La yarará emprendió la retirada a
su cubil llevando consigo la seguridad de que aquel acto nocturno no era
sino el prólogo, del gran drama a desarrollarse en breve.