domingo, 21 de septiembre de 2008
Recomendación: “El libro de mi madre” de Albert Cohen
Albert Cohen (Corfú, 1895-Ginebra, 1981) nació en el seno de una antigua familia judía de Cefalonia. Emigró a Marsella y se estableció en Ginebra, donde desarrollló una brillante carrera diplomática.
Hijo único a los cinco años se trasladó a Marsella con sus padres y con diecinueve a Ginebra, donde estudió Derecho y trabajó como funcionario internacional en la División diplomática del Bureau International du Travail hasta 1951. Activo militante sionista, a lo largo de más de treinta años fue gestando una extraordinaria saga, épica y cómica de un quinteto de judíos cefalonios, compuesta por cuatro obras maestras, Solal (1930), Comeclavos (1938), Los Esforzados (1969) y Bella del Señor (1968).
También escribió este bello libro, “El libro de mi madre” que fue publicado en 1954.
“Tu niño ha muerto al mismo tiempo que tú” le dice Albert Cohen a su madre e inicia así, con esta suerte de confesión, una larga sucesión de reflexiones y recuerdos que rescatan del olvido, pero no de la muerte, a su madre muerta.
En este libro el autor se propone contar/narrar como modo de venganza: la venganza que implica la exhibición casi impúdica de los detalles nimios de la vida de la muerta realizando así un señalamiento de lo intrascendente y silencioso (silenciado) de las mujeres de esa época, de esa clase, de esa pertenencia étnica. Su madre, la de Albert Cohen, era una mujer inmigrante de Europa Oriental de clase baja judía.
Doble venganza, no sólo la venganza pública ante la sociedad de poner nombre y prestar voz a lo callado sino también la otra venganza, quizá más dolorosa para el escritor, que conlleva la constatación tardía de la necesidad de aquello que se pensaba innecesario, aleatorio. Nombrar, descubrir y develar a la madre muerta para reconstruir una ausencia, y en ese lugar ausente comprobar la necesidad de la presencia. Constatación y reafirmación de la muerte para erigir este texto como vacío que da forma a aquello que no está; aquello que le dio sentido a una vida (la de la madre, la del hijo quizá) que al volverse ausencia vacía todo:
“Y luego, Mamá envejecida, tuvo dos gestos tan de ella, ¿de dónde le habían llegado?, ¿de qué infancia los había extraído? Los veo tan bien, esos dos gestos, torpes y poéticos, cuando de lejos, ella me veía llegar. Lo terrible de los muertos son sus gestos de vida en nuestra memoria. Porque entonces viven atrozmente y ya no comprendemos nada”. (XI, pág. 65)
Un libro quizá fuera de tiempo para nosotros, lectores actuales; que va a mitad de camino entre el panegírico (aquel viejo género que cantaba loas a un personaje ilustre) y la elegía (el canto luctuoso).
Bellamente traducido por Silvina Bullrich en la edición que contamos en nuestra Biblioteca, este libro nos invita a llevar a cabo un sano ejercicio: pararnos frente a la muerte para preguntarnos sobre nuestro propio destino y repreguntarnos no tanto si creemos en la vida después de la muerte como en la vida antes de la muerte.
“Los años han transcurrido desde que he escrito este canto de muerte. He seguido viviendo, amando. He vivido, he amado, tuve horas de felicidad mientras ella yacía abandonada, en su terrible lugar. He cometido el pecado de vida yo también, como los demás. He reído, he de volver a reír. Gracias a Dios, los pecadores vivos se convierten pronto en muertos ofendidos” (XXXI, pág. 137)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario