Estamos de vuelta, y esta vez para ofrecerles un
pedacito del libro El espejo africano
de Liliana Bodoc. Esperamos que les guste y les den ganas de saber cómo
sigue la historia…
“Tres años y algunas
lluvias habían pasado desde la boda de Imaoma y Atima. Para entonces, los
tambores repetían un solo mensaje: ‘Ya viene el llanto, ya nos arrancan el
corazón. Ya viene el llanto, ya nos arrancan el corazón’.
Atima se había alejado de
la aldea, buscando frutos comestibles. Su pequeña hija estaba junto a ella. La
niña iba a cumplir tres años y eso significaba que todavía llevaba el nombre de
sus padres. Cuando cumpliera doce años, ella misma elegiría el nombre para el
resto de su vida. Mientras tanto, era ‘Atima’ por su madre. Y era ‘Imaoma’, por
su padre. Es que la gente de aquellas aldeas les daba a los nombres su justo
tiempo y su verdadera importancia.
Atima, la madre, y Atima
Imaoma, la niña, juntaban frutos y cantaban. Pero no estaban solas, ni a salvo…
Muy cerca de ellas, unos
hombres de piel descolorida las miraban desde la espesura, con ojos brillantes
como monedas de plata. Eran cazadores de hombres y preparaban las redes, se
humedecían los labios con la lengua, tensaban sus corazones.
Los cazadores comenzaron
a avanzar sin hacer ningún ruido.
Atima Imaoma preguntaba
cantando. Atima, su madre, respondía del mismo modo.
Los cazadores tenían
órdenes precisas: aquella vez debían ser niños. El mercado de esclavos los
necesitaba y pagaba por ellos buenas sumas de dinero. Además, cabían mayor
cantidad en un barco, requerían menos alimentos y ocasionaban pocos problemas.
Atima le dio a su pequeña
hija un pequeño fruto rojo y repleto de jugo. Atima Imaoma lo mordió con gusto.
Y el jugo dulce le ensució la boca.
Los hombres de piel
descolorida eran, igual que Imaoma, grandes cazadores. Pero Imaoma cazaba con
lanzas, y ellos con redes. Imaoma cazaba animales para que la aldea entera
tuviera alimento. En cambio, la red de los cazadores cayó sobre Atima Imaoma.
Sobre su vida, sobre su boca sucia de jugo rojo.
La pequeña creyó que se
trataba de una lluvia distinta a la que conocía. Quiso extender los brazos
hacia su madre, pero las sogas la atraparon más todavía. Sus ojos negros cabían
perfectos, húmedos, en los agujeros de la red.
Atima, la madre, peleó
contra los cazadores tanto como pudo. Y gritó con la fuerza de siete gargantas.
Sin embargo, era apenas una delgada mujer que nada podía contra un grupo de
hombres. Cuando acabó de comprenderlo, Atima se desprendió de la cintura una
bolsita de cuero, y se acercó a uno de los cazadores, suplicando en su lengua.
Las súplicas se
comprenden en cualquier idioma. Y en casi todos los corazones pueden quedar
ventanas abiertas.
El hombre que estaba al
mando entendió lo que Atima deseaba. Tomó la bolsita de cuero y comprobó su
contenido: dentro de ella solo había un pequeño espejo.
-¿Quiere dárselo a tu
niña?- preguntó.
Atima lo miró
esperanzada.
Entonces, el hombre metió
sus grandes manos por la red y colgó el amuleto al cuello de Atima Imaoma. Y en
ese gesto, agotó su bondad.
Atima Imaoma se iba para
siempre.
El barco en el que la
llevaron, con otros cientos de esclavos, cruzó el ancho mar hasta llegar a una
tierra donde la gente compraba gente.”