Este viernes les proponemos la primera parte del libro HISTORIA DEL REY TRANSPARENTE de Rosa Montero... por ahí les dan ganas de seguir leyendo.
La luz nacerá de las tinieblas.
ISAÍAS, 58,10
Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y
soy libre. He visto en mi vida cosas maravillosas. He hecho en mi vida cosas
maravillosas. Durante algún tiempo, el mundo fue un milagro. Luego regresó la
oscuridad. La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete embiste
contra la puerta. Un sólido portón de metal y madera que no tardará en hacerse
trizas. Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada.
Vienen a por nosotras. Las Buenas Mujeres rezan. Yo escribo.
Es mi mayor victoria, mi conquista, el don del que me siento más orgullosa; y
aunque las palabras están siendo devoradas por el gran silencio, hoy
constituyen mi única arma. La tinta retiembla en el tintero con los golpes,
también ella asustada. Su superficie se riza como la de un pequeño lago
tenebroso. Pero luego se aquieta extrañamente. Levanto la cabeza esperando un
envite que no llega. El ariete ha parado. Las Perfectas también han detenido el
zumbido de sus oraciones. ¿Acaso han logrado acceder al castillo los cruzados?
Me creía preparada para este momento pero no lo estoy: la sangre se me esconde
en las venas más hondas. Palidezco, toda yo entumecida por los fríos del miedo.
Pero no, no han entrado: hubiéramos oído el estruendo de la puerta desgajarse,
el derrumbe de los sacos de arena con que la reforzamos, los pasos presurosos
de los depredadores al subir la escalera. Las Buenas Mujeres escuchan. Yo
también. Tintinean los hombres de hierro bajo las troneras de nuestra
fortaleza. Se retiran. Sí, se están retirando. Al sol le falta muy poco para
ocultarse y deben de preferir celebrar su victoria a la luz del día. No
necesitan apresurarse: nosotras no podemos escapar y no existe nadie que pueda
ayudarnos. Dios nos ha concedido una noche más. Una larga noche. Tengo todas
las velas de la despensa a mi disposición, puesto que ya no las vamos a
necesitar. Enciendo una, enciendo tres, enciendo cinco. El cuarto se ilumina
con hermosos resplandores de palacio. ¡Y pensar que nos hemos pasado todo el
invierno a oscuras para no gastarlas! Las Buenas Mujeres vuelven a bisbisear
sus Padrenuestros. Yo mojo la pluma en la tinta quieta. Me tiembla tanto la
mano que desencadeno una marejada.
Me recuerdo arando el campo con mi padre y mi hermano, hace
tanto tiempo que parece otra vida. La primavera aprieta, el verano se precipita
sobre nosotros y estamos muy retrasados con la siembra; este año no sólo hemos
tenido que labrar primero los campos del Señor, como es habitual, sino también
reparar los fosos de su castillo, hacer acopio de víveres y agua en los
torreones, cepillar los poderosos bridones de combate y limpiar la maleza las
explanadas frente a la fortaleza, para evitar que puedan emboscarse los
arqueros enemigos. Estamos nuevamente en guerra, y el señor de Abuny, nuestro
amo, vasallo del conde de Gevaudan, que a su vez es vasallo del Rey de Aragón,
combate contras las tropas del Rey de Francia. Mi hermano y yo nos apretamos
contra el arnés y tiramos con todas nuestras fuerzas del arado, mientras padre
hunde en el suelo pedregoso nuestra preciada reja, esa cuchilla de metal que
nos costó once libras, más de lo que ganamos en cinco años, y que constituye
nuestro mayor tesoro. Las traíllas de esparto trenzado se hunden en la carne,
aunque nos hemos puesto un peto de fieltro para protegernos. El sol está muy
alto sobre nuestras cabezas, próximo ya al cenit de la hora sexta. Al tirar del
arado tengo que hundir la cabeza entre los hombros y miro al suelo: resecos
terrones amarillos y un calor de cazuela. La sangre se me agolpa en las sienes
y me mareo. Empujo y empujo, pero no avanzamos. Nuestros jadeos quedan
silenciados por los alaridos y los gritos agónicos de los combatientes: en el
campo de al lado, muy cerca de nosotros, está la guerra. Desde hace tres días,
cuatrocientos caballeros combaten entre sí en una pelea desesperada. Llegan
todas las mañanas, al amanecer, ansiosos de matarse, y durante todo el día se
hieren y se tajan con sus espadas terribles mientras el sol camina por el arco
del cielo. Luego, al atardecer, se marchan tambaleantes a comer y a dormir,
dispuestos a regresar a la jornada siguiente.
Día tras día, mientras nosotros arañamos la piel ingrata de
la tierra, ellos riegan el campo vecino con su sangre.