Cada viernes un libro distinto, un comienzo
diferente para tentarlos, para engancharlos con la trama…
Esta vuelta le tocó a “La ternura de los lobos” de
Stef Penney:
La última vez que vi a Laurent Jammet él estaba en
la tienda de Scott, con un lobo muerto colgado del hombro. Yo iba por agujas y
él por la recompensa. Scott quería ver el animal entero desde que un yanqui, a
cambio de la recompensa, un dólar, un día le entregó un par de orejas, otro día
las patas por otro dólar, y después la cola. Como era invierno, las partes del
animal parecían bastante frescas. Así pues, lo primero que vi al entrar en la tienda
fue la cara del lobo. Tenía la lengua colgando y enseñaba los dientes. Me
estremecí. Scott hablaba a los gritos y Jammet contestaba en tono de disculpa;
pero no podías enfadarte con él, porque era simpático y, además, cojo. Los dos
hombres se llevaron al lobo al fondo de la tienda y, mientras yo miraba las
mercancías, se pusieron a discutir acerca de la piel apolillada que cuelga en
el dintel de la puerta. Jammet, bromeando, dijo a Scott que ya era hora de que
la cambiara. Debajo de la piel hay un letrero que reza: ‘canis lupus (macho),
primer lobo cazado en la ciudad de Caulfield. 11 de febrero de 1860’. El
letrero también dice mucho de Scott, que tiene pretensiones de hombre culto, le
gusta darse importancia y prefiere la notoriedad a la verdad. Porque ni es el
primer lobo que se cazó por estos parajes ni existe en realidad la ciudad de
Caulfield, aunque ya le gustaría a él, porque entonces habría consejo municipal
y él sería el alcalde.
-Además, era loba. Los machos tienen el cuello más
oscuro y son más grandes.
Jammet sabía lo que decía, porque había cazado más
lobos que nadie que yo conozca. Sonreía para dar a entender que no tenía
intención de ofender, pero Scott es muy quisquilloso y se mosqueó.
-¿Se acordará usted mejor que yo, señor Jammet?
Jammet se encogió de hombros. Como en 1860 él no
estaba aquí y, a diferencia de todos nosotros, es francés, tiene que medir sus
palabras.
Entonces me acerqué al mostrador.
-Yo también creo que era hembra, señor Scott. El
que la trajo dijo que los cachorros estuvieron aullando toda la noche. Lo
recuerdo perfectamente.
Y también recuerdo que Scott colgó la loba muerta
en la puerta de la tienda, para enseñarla a la gente. Yo nunca había visto un
lobo, y me sorprendió que fuera tan pequeño. El animal estaba colgado de las
patas traseras, con el hocico apuntando al suelo y los ojos cerrados, com si le
diera vergüenza. Los hombres bromeaban y los chiquillos reían, se desafiaban a
meterle la mano en la boca y se ponían a su lado, haciendo posturas de cazador.
Scott me miró entornando sus ojillos azules, no sé
si molesto porque diera la razón a un extranjero o sólo molesto.
-Y ya sabe lo que le pasó al que la trajo- Doc
Wade, el que cobró la recompensa, se ahogó a la primavera siguiente. Como si
esto pudiera pone en tela de juicio su opinión.
-En fin…- Jammet se encogió de hombros y me guiñó
un ojo con todo su descaro.
No sé cómo- creo que Scott sacó el tema-, nos
pusimos a hablar de aquellas pobres chicas, como ocurre siempre que se habla de
lobos. Aunque en el mundo hay infinidad de pobres chicas (yo misma, sin ir más
lejos, conozco bastantes), siempre que aquí se menciona a las ‘pobres chicas’,
las aludidas son sólo dos, las hermanas Seton, que desaparecieron hace años.
Estuvimos unos minutos haciendo conjeturas, tan morbosas como gratuitas, que
cortamos en seco cuando sonó la campanilla y entró la señora Knox, y nos
pusimos a mirar con falso interés los botones expuestos en el mostrador.
Laurent Jammet cogió su dólar, nos saludó a la señora Knox y a mí con una
inclinación de la cabeza y se fue. La campanilla estuvo repicando un buen rato
después de que saliera.
Eso fue todo, no pasó nada de particular. Fue la
última vez que lo vi.