Este viernes volvemos a dejar que un libro caiga en nuestras manos
para poder compartir con ustedes el comienzo y así dejarles la
curiosidad instalada para que lo sigan leyendo.
Esta
vuelta le toca el turno a una pequeña novela para chicos no tan chicos y
grandes con ganas de divertirse: AVENTURAS Y DESVENTURAS DE CASIPERRO
DEL HAMBRE de Graciela Montes.
Capítulo I
Donde explico el comienzo de todo y reflexiono acerca de un gran sentimiento: el hambre.
Si
mi madre hubiese tenido dos tetas más, mis desdichas- y también mis
dichas, en fin, mis aventura- no habrían ni siquiera comenzado. Y digo
dos- aunque una sola habría bastado- porque he notado que las tetas
vienen casi siempre de a dos. De a dos, o de a cuatro, o de a seis... o
de a diez, como en el caso de mi madre. Nosotros fuimos once hermanos
para diez tetas, y ahí estuvo el problema. Y yo, para colmo, que nací
con hambre. Un hambre que ni se imaginan, unas ganas de tragarme el mundo que ni les cuento. Muchas veces, cuando estoy
tirado al sol rascándome la oreja se me da por pensar en mi hambre, en
por qué será que siempre ando con hambre. No sé si será un defecto mío,
que yo nací para siempre hambriento, o si será más bien que nunca tuve bastante comida.
Y todo empezó con la teta, o, mejor dicho, con la noteta, con la teta que no estaba cuando yo, recién salido de adentro de la panza de mi madre (donde, para ser sincero, había estado bastante apretujado y con la pata de mi hermana, la Manchas, siempre metida adentro de la oreja), muerto de hambre y de soledad y de frío, con los ojos todavía cerrados, sin haber visto nada del mundo, perdido y a tientas, empecé a buscar. Y al buscar encontré. Encontré el lado de afuera de la panza, que no era tan blando ni tan tibio como el lado de adentro pero que de todos modos resultaab atractivo y bastante interesante.
Y, habiendo encontrado, empujé: me abrí sitio lo mejor que pude entre esa muchedumbre de hermanos que acababan de hacer el mismo descubrimiento que yo. Y por fin llegué. Y me ubiqué. Y abrí la boca confiado...
Pero no. No y no. Para mi gran desolación ya no quedaban más tetas.
Mis hermanos y hermanas chupaban chochos de contento y mi madre de a ratos se quedaba echada descansando y de a ratos alzaba la cabeza, los olisqueaba y les daba unos lengüetazos largos y jugosos. La pobre no sabía contar, se ve, porque insistía en empujarme a mí también contra el montón de hijos que tenía ahí abajo, sin darse cuenta de que yo era el número once y que, por lo tanto, le sobraba un hijo o le faltaba una teta, que más o menos viene a ser lo mismo. A mí me daba no sé qué contradecirla, y me quedé nomás amontonado con los demás, en parte porque al menos ligaba alguno que otro lengüetazo, que no es lo mismo que la leche, pero que sus alegrías tien, y en parte porque noté que, si me quedaba bien cerca del Tigre, algo podía llegar a atrapar.